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XIV

ZOE

Habían pasado ya cuatro semanas desde que me fui a vivir a casa de Thomas. Semanas en la que él se convirtió algo cercano a un mejor amigo. Seguimos durmiendo juntos y, a partir de eso, noté que la confianza entre nosotros creció. A veces me despertaba de madrugada y descubría a Thomas abrazándome y roncando. Odio admitirlo, pero me recordaba mucho a Harry cuando vivíamos juntos. Sólo que el abrazo de Thomas era menos brusco.

    Dejó de insistir en el tema de las citas, cosa que agradecí. Quería salir con él desde la segunda vez que me lo pidió, pero la verdad no sabía de qué iba eso. Tenía muy mala experiencia. No porque no haya salido con alguien, sino porque nunca me habían pedido una cita, y no tenía ni la más mínima idea de que se hacía o como se iba vestida para la ocasión. Además de que me gustaba hacerme la difícil y me divertía hacer sufrir a Thomas.

    Aunque lo de las citas no lo olvidó por completo, porque cuando le pedí que me llevara por mi primer gato, me pidió salir con él y lo negué de nuevo. Entonces opté por hacerle lo mismo que me había dicho en el avión acerca de las citas y después de la quinta insistencia aceptó llevarme, pero no me convenció de salir con él. Pero lo olvidó, porque nunca fuimos por el gato.

 

Un día despertó más temprano de lo usual mientras yo estaba pérdida en mis sueños. Uno de esos en los que sí recuerdo que estoy soñando, porque el protagonista era Harry. Oí una voz, pero no sabía si era de mi sueño o de Thomas.

    –Zoe despierta –me sacudió. No era el sueño.

    –No –me removí sin abrir los ojos–. Déjame dormir otro rato.

    –Vamos nena –suplicó. Me gustaba que me llamara así. Se escuchaba bonito.

    –Thomas no –me tapé con las cobijas.

    –No me dejas opción –dijo y antes de que pudiera reaccionar levantó las cobijas dejándome en pijama al aire.

    –¡Grandísimo tonto! –grité. Aun no me sentía con tanta confianza como para hablarle de la forma en que le hablaba a Harry.

    –Bueno –dijo tratando de reprimir una carcajada–. Veo que ya te levantaste. Apúrate, voy a llevarte a un lugar.

    –¡Yo no acepté salir contigo! –lo corté.

    –No es eso –negó con la cabeza–. Es otra cosa. Una sorpresa.

    –¿No me estás mintiendo? –pregunté.

    –¡Estás loca! –exclamó–. NO. No te estoy mintiendo.

    –Te juro que ya perdí la cuenta de las veces en las que me has llamado así –rodé los ojos.

    –Ya te dije que lo seguiré haciendo –replicó.

    –Está bien –grité exasperada–. Tú ganas.

    –Siempre –dijo él–. Iré a bañarme al otro cuarto –salió de la habitación–. Por cierto –se asomó–, hoy te toca el café.

    –¿Es en serio Tom? –me gustaba más decirle Tommy. Pero sólo lo hacía cuando estaba de buenas o feliz (desde que vivía con él). Cuando estaba molesta le decía Tom y él se percató de eso–. Hoy, siendo un día de apuros ¿se te ocurre tomar café? –pregunté molesta.

    –Y que sean tres para llevar –me ignoró.

    –¿Por qué? –pregunté.

    –Sólo hazme caso –me dedicó una sonrisa y volví a rodar los ojos.

    –De acuerdo –respondí. Thomas salió de la habitación. Veinte minutos después estaba bañada y vestida. Me dirigí a la cocina que ya conocía a la perfección para preparar café. Sonreí al recordar como aprendí a usarla.

    A los dos días de haber llegado, le pedí a Thomas que me enseñara a usar la cafetera. Me dio las instrucciones de cómo programarla y todo, pero fue un completo desastre porque olvidé colocar la jarra debajo del filtro y cuando se estaba haciendo el café, todo se regó. Pensé que Thomas se enojaría, pero no. Se reía de mí cada vez que tenía la ocasión y yo sólo me dedicaba a fulminarlo con la mirada. Me costó un poco de trabajo recordar lo de la programación, pero al final le agarré su chiste.




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