Sangre Codiciada

XXXII

"Un susto puede llevarte a grandes relaciones o a destruirte por completo, depende de cómo se lo tomen los involucrados."

 

—Mi niña baja, te quiero presentar a unas amigas —la voz dulce de la señora Eli me sacó por unos segundos de mi crisis.

         Con cuidado y aún muy nerviosa y desconfiando de todo a mi alrededor bajé las escaleras hasta un poco más de la mitad. Escuchaba los murmullos que venían de la sala de estar. Tenía demasiado miedo como para bajar hasta el final. Estiré la manga derecha de mi abrigo escondiendo el dichoso tatuaje que solo me metía en problemas. Me quedé unos segundos en el tercer escalón dudosa de seguir hasta que vi a la señora Eli, extendiendo su mano hacia mí, con esa dulce sonrisa que la caracterizaba, según lo que había visto hasta ese momento. Le sonreí de vuelta y tomé su mano, aún con el corazón en la boca. 

         Al llegar a la sala vi cómo las mismas mujeres que ayer me miraban como bicho raro mientras caminaba hasta la casa, hablaban divertidas hasta que notaron mi presencia, entonces callaron, esperando a que dijera algo.


—Ella es la chica que llegó ayer aquí, junto al monje. Es la nieta de una amiga mía que se vino a pasar un tiempo conmigo. Aún no habla bien nuestro idioma, pero nos entiende. ¿Cierto? —me preguntó la señora Eli a lo que asentí, nada más, aún esa sensación de que estaba en peligro seguía ahí.

         Con el paso del tiempo me fui soltando un poco más hasta que comencé a ser parte de la conversación. Aquella sensación de que estaba en peligro había desaparecido casi por completo. El resto de la mañana la pasamos entre risas mientras que ellas me contaban cosas del pueblo, de las cuales no recuerdo la mayoría.

         A la tarde, cuando el Sol estaba a punto de caer, la señora Eli me pidió ayuda para recoger unos frutos que tenía plantados en la parte de atrás de su casa. Eran unos frutos pequeños, de un color rojo vino, a diferencia de lo que parecían a simple vista eran más duros que un diamante e igual de bellos a la vista. Lo que me parecía extraño no era cómo lucía, ni su consistencia o textura completamente lisa, sino que por lo visto crecía en pleno invierno, porque si, estaba afuera, cosechando unos minúsculos frutos con cuatro abrigos, tres pares de pantalones, dos pares de guantes, dos bufandas de punto ingles doble y un gorro del grosor de mi dedo pulgar y aun así tenía frío. En cualquier momento nevaría y esta planta frente a mí no parecía enterarse, como si se hubiera detenido el tiempo en pleno verano.


—El abono que se le echa para que crezcan hace que aún en el peor clima se mantenga de pie y dando los mejores frutos y los más dulces, aunque en invierno es cuando mejor se dan —me explicó cuando se dio cuenta de que llevaba rato con uno de los frutos en la mano, observando sorprendida y luego mirando al arbusto frente a mí.
—Es increíble que todas las plantas alrededor estén completamente desnudas y esta esté como si fuera primavera —Seguía sin poder creerme aquello—. ¿Para qué son? O, mejor dicho, ¿qué tipo de fruto son? ¿Tiene algún beneficio en especial o solo se come por placer? —Me sentía como niña chiquita preguntando cada minúscula cosa que veía.
—Se toman en un jugo especial, se prepara como un vino. En fruta no tiene los mismos beneficios que en líquido. ¿Qué es y los beneficios que tiene? Eso te lo diré una vez que lo tomes. No te vas a arrepentir, eso te lo aseguro —dijo antes de seguir recolectando aquel fruto.

         Luego de llenar dos enormes canastos de madera cada una. Entre ambas fuimos entrándolas una por una, porque pesaban demasiado y eran muy incómodas de mover, por culpa de eso casi se nos caen dos. Las llevamos a un cuartico que había detrás de la puerta de la cocina, era como una especie de sótano, un poco más grande que la casa. Suspiramos cansadas y en lo que yo me recuperaba, la señora Eli tiraba al suelo una lona que cubría unos barriles enormes, los cuales tenían una pequeña llavecita a la altura de mis rodillas, más o menos.

—Ayúdame a traerlas aquí abajo —dijo, arrastrando una de las cestas hasta debajo de la llave—. Ahora hay que llenarlas hasta la mitad con este líquido. No te puedes pasar ni echarle menos o no quedará bien. Cada cesta tiene una marca que indica la mitad.

         Vale, eso lo podía hacer o eso creía. No era la primera vez que tenía que "cocinar" con medidas exactas. Con mucho cuidado llené mis dos cestas. 
         Lo siguiente me sacó un poco de lugar, ver como ella se iba a lavar los pies para luego meterlos en aquellas cestas pisando los frutos con el líquido viscoso que había salido de los barriles y que eso también tuviera que hacerlo yo, no me daba confianza en lo absoluto. Yo solo hacía lo que ella me pedía y hacía, de igual forma me imaginé hacer cualquier cosa menos esto. Al meter mis pies en aquella cosa hice una mueca de desagrado. Sentir aquella cosa viscosa alrededor de mis pies junto con las pelotitas se sentía muy asqueroso. Yo no sé si sabía bien, pero hacerlo no era nada lindo.

—¿Por qué siento que si pregunto qué es este líquido voy a salir corriendo con arcadas? —pregunté sin poder evitar que mi tono de voz revelara lo desagradable que me parecía esto.
—Mejor no preguntes —dijo riendo mientras aplastaba los frutos.

         Tragué en seco y seguí haciendo aquello tratando de no pensar en lo que fuera que estuviera en mis pies y lo incómodo que me resultaba. 

         Al cabo de unas horas, las cuatro canastas tenían todo mezclado. Las tapamos con unas enormes ruedas de madera que tenían un círculo en un costado. Luego de asegurarnos de que nada saliera por ningún lado, las llevamos a un murito de piedras, que a decir verdad estaba un poco alto para cargarlas hasta allí.

—Ahora se ponen a cocinar a fuego lento por tres días, se dejan reposar y cuando estén frías, se pueden tomar. Ya verás, te va a encantar —dijo la señora mientras metía carbón y las piñitas esas que caen de los pinos en el hueco que estaba entre el suelo y el muro donde estaban las canastas.
—¿Es seguro dejar eso así por tres días? —pregunté asustada, el piso era de un material que no lograba identificar, pero del que fuera que estuviera hecho, tener algo con fuego por tres días no me parecía muy buena idea.
—Tranquila, lo he hecho por cientos de años. Eso sí, esta puerta no se puede abrir durante ese tiempo. No puede haber ni viento ni luz en esta habitación mientras se están haciendo —me explicó mientras salíamos de la habitación—. ¿Quieres un té para entrar calor?




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