Mi primera ilusión

Prólogo

—Silencio… —susurro Naomi— con cuidado, hay que salir de aquí muy despacio.

Agachados, caminaban con mucho sigilo usando el último de sus talismanes protector, una pequeña escultura en forma de pulpo, perfecto para camuflar su esencia y aura mágica de ellos, sus eternos perseguidores.

Aún no sabía cómo los habían encontrado, mucho menos como supieron que ella estaba precisamente en ese lugar. Lejos de casa, a varios kilómetros de la protección del escudo mágico que ella misma había creado al llegar a ese pueblo olvidado por la humanidad, estaba en total desventaja. ¿Qué tenía para defenderse? El talismán, sus poderes sin control alguno y por supuesto, su lindo Ciro, un Barghest negro que podía llegar a medir hasta tres metros de alto con enormes y feroces colmillos, dispuesto a lo que sea para protegerla.

Pero, ¿de verdad debía esperar llegar a esos extremos? No era la primera vez que se los topaba, ni sería la última en toda su vida, por algo han de mudarse una vez al año.

—Grrr… —gruñó Ciro y uno de ellos giró hacia su dirección.

Con rapidez, Naomi cerró el hocico del pequeño Ciro con cuidado, aguantando parcialmente la respiración con la esperanza de causar menos ruido. A solo un par de metros, detrás de unas rocas altas y lisas, se encontraban por lo menos ocho de ellos, demasiado para enfrentarlos sin preparación y plan alguno. ¿Qué podían hacer? Esconderse, como toda su vida.

—No hagas ruido, Ciro —le riñó al ver como se alejaba un poco más—, hay que salir, ¿va? En silencio, aprovechemos que no nos han detectado.

Se habían camuflado en las paredes rocosas de una cueva, usando el maravilloso talismán que una vez su padre le había obsequiado para jugar, pero que ella en su infinita curiosidad aprendió a activar con ayuda del libro de su padre. Sin embargo y por desgracia, aquellos solo funcionaban una vez y por tiempo limitado. Por ello, debía darse prisa, el poder de aquella figura estaba por terminarse y solo se desintegraría como polvo en sus manos.

Caminaron con suavidad, agachados tratando de ocultarse tras arbustos y otras rocas. Un poco más, solo un poco y podrían salir corriendo con todo lo que sus cuerpos le permitan. ¿Correr sobre el lomo de Ciro? Sería buena idea si solo no estuviesen a plena luz del día.

Aquellas criaturas se encontraban en sus formas lobunas, pelajes brillantes y blancos, algunos otros de un negro azabache y unos cuantos de color rojo cobrizo; pero todos con un mismo detalle: un aura roja, brillante y pesada.

—¡Búsquenla, debe estar cerca! —demandó uno de ellos, negro azabache y el más grande de todos, el líder.

Este se encontraba a solo un par de metros de ella, estaba tan cerca que incluso podía ver muy bien el refulgir de la ira en sus ojos rojizos. Estaba en su forma semihumana, erguido a dos patas, el lomo erizado en púas afiladas como los cocodrilos y una larga cola llena de escamas. En su mano derecha, una lanza terminada en punta afilada y brillante a la luz del sol. Estaba listo y preparado para atacarla, muchas veces lo hicieron sin ningún inconveniente, pese a tener ordenes de llevarla con vida. ¿Para ellos que era un poco de sangre menos?

—Solo un poco más y…

Se detuvo en seco, una sensación de calidez en su mano se intensificó y con ello, la suavidad del polvo escapó de entre sus dedos perdiendo así toda protección. El talismán se había desintegrado, y con ello, toda su energía se podía sentir y su velo de invisibilidad se deshizo en humo.

—Sabía que estabas cerca… —expresó— ¡Atrápenla!

—¡Corre! —gritó ella.

Con un gran salto, se trepó al lomo de su querido amigo Ciro, corriendo lo más rápido posible mientras aquellas criaturas les seguían el trote. Dentro de aquel lugar, los árboles y representaban el mayor obstáculo a la hora de huir. Sin embargo, el mayor dilema que podía enfrentar estaba a sus espaldas: ¿cómo podría perderlos de vista sin ponerse en evidencia con el mundo humano?

Ninguna persona detrás de aquellas montañas y arboles conocían esa parte de su propio planeta, desconocían por completo la existencia de criaturas mágicas, e incluso ignoraban a todas aquellas que vivían a su alrededor. Esa era su regla más preciada, no dejar que los humanos se diesen cuenta de ello. No solo eso, mantenerlos a salvo de aquellas cosas era la tarea más difícil. ¿Cómo alejarlos de algo que no saben existe?

Sin pensarlo dos veces, se desvió de su camino habitual internándose cada vez más rumbo a las montañas. ¿Qué podría hacer por esos lados? No estaba segura, muy poco había tenido oportunidad de explorar esa parte de su pequeño pueblo perdido entre las rocas.

—No te detengas, Ciro, hay que perderlos —le dijo.

—¡Mestiza! —escuchó aquel grito.

No sabía que significaba, pero tenía sus sospechas sobre ello, aunque sus padres se negaran a responder sus miles de dudas.

A lo lejos, un par de metros más adentro, llegando a la montaña más pequeña y empinada, pudo ver una pequeña abertura por donde podría entrar a la perfección. ¿Qué haría? Esconderse sería lo ideal, esperar a que pasaran y salir corriendo de allí. Pero sabía que con ellos las cosas jamás eran así de fácil, algo más debía hacer.

—Debo hacerlo… —se dijo y un gruñido de Ciro la reprendió— No hay de otra y lo sabes, así que prepárate, tal vez no esté despierta para llegar a casa.




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