Linaje: Secretos de Sangre

Capítulo XXXIV: Promesa

• PROMESA

Apenas si podía sentir mi corazón latir bajo mi pecho, el tiempo que había estado consciente había sido en cierta forma una especie de regalo. Llegué hasta Arlus, recorrí un poco de sus cabellos y lo miré con una pequeña sonrisa.

Su voz era muy débil, aun así, él intentó alejarme, pero yo no estaba dispuesta a perderlo, no iba a permitir que él muriera.

Lo miré una vez más a él y luego a ella, al parecer Amelia no tenía idea alguna de lo que yo intentaba hacer y no sabía él porqué; no sabía si la barrera que había creado dentro de mi mente para aquel vampiro que nos estaba mirando había funcionado o era solo que ella ya no había querido leer más mis pensamientos, aun así y de cualquier forma agradecía que no interviniera.

De pronto, volví la vista hacia Arlus, pero él no me miraba, sus ojos estaban totalmente puestos en ella.

Aquel vampiro rodó los ojos con fastidio, agachó la mirada y llevó una de sus gélidas manos a su frente, tomándola en una clara señal de vergüenza, luego meneó la cabeza de un lado para otro y por fin se decidió.

—Arlus. —Lo llamó ella con burla mientras se acercaba a nosotros—. ¿Piensas que con bloquear sus pensamientos crees que no sé lo que ambos están pensando? —inquirió sin borrar aquella pérfida sonrisa de su rostro—. Ya me harté de que ustedes dos sigan con vida —dijo—. Y ya no me importa si Edward viene por mí, de cualquier forma, mi padre no me dejara morir a manos de un ser tan despreciable como él. Además, Itan, tu pequeño y adorable hermano es la clave para mi supervivencia ya que él tiene lo mismo que tú, menos desarrollado, pero al fin y al cabo es lo mismo, solo era cuestión de dejarlo salir.

Mientras Amelia hablaba yo estaba tratando de comprender lo que ella nos decía.

—Esa criatura es tan adorable que aún, matándote a ti... —espetó refiriéndose a mí—... mi padre nunca se enfadará.

—¿Qué es lo que quieres decir? —pregunté mientras parpadeaba con fuerza, obligándome a no alejar la vista de sus ojos.

—Que tu pequeño hermano ha progresado bastante. Se ha convertido en un verdadero vampiro —dijo y de repente me estremecí.

¿De qué diablos Amelia estaba hablando? ¿Qué era lo que ella había hecho con mi hermano?

—Lea, Amelia solo te está engañando. Tu hermano está bien.

La voz débil y cansada de Arlus sonó a uno de mis costados.

Me giré para verlo, vislumbrándolo apenas.

—¿Cómo lo sabes? —pregunté en un hilo de voz.

—Porque está prohibido convertir a un niño. Si ella lo hace, aunque Sebastián sea su padre ella está muerta.

En ese momento escuché a Amelia soltar una fuerte carcajada.

—Prohibido o no, mi padre no me asesinará —dijo con orgullo—. Él estará complacido conmigo cuando sepa que lo que hemos estado buscando yo lo he conseguido. Solo necesite mezclar un poco de tu sangre para darle a ese niño lo que tú nunca podrás llegar a ser —susurró lento, clavando sus palabras como estacas en mis oídos.

Pronto, mi respiración se hizo lenta y difícil de llevar. Estaba a nada de cerrar los ojos, apreté los puños y me obligué a llegar hasta Arlus, él me miró y sin volverlo a pensar bebió de mí sangre.

Lo vi succionar con fuerza mientras sentía un diminuto cosquilleo en la base de mi muñeca, me estaba poniendo pálida, casi transparente, sin embargo, logré ver a Amelia detenerse en la distancia.

—¿Crees que con un poco de tu sangre le darás las fuerzas necesarias para vencerme? —Me dijo en un tono arrogante—. Y tú... Arlus, ¿crees que podrás matarme aun cuando te recuperes tan solo un poco? —gimoteó en la lejanía, ya casi no podía escucharla.

Después de ello y tras unos infernales segundos al fin pude sentir los labios de Arlus desprenderse, había recuperado un poco de su color y la abertura en su garganta había cerrado, aunque aún se miraba débil.

—Termina —murmuré en un susurro, pero él se negó.

—No seas tonta. —Me dijo—. Si lo hago morirás —advirtió antes de fuera atacada por un gran golpe cargado de calor en el interior de mi pecho.

Dejé de sentir dolor y fue entonces que lo entendí, estaba a punto de morir.

Sentía un frío inmenso recorrerme las venas. El aire empezó a hacerme falta y los latidos de mi corazón comenzaron a hacerse cada vez más lentos hasta casi poder dejar de escucharlos, mi vista se nublo y de pronto todo a mi alrededor empezó a hacerse negro.

Mis ojos se estaban cerrando. Ya no podía sentir nada, era como si el velo de la noche que empezaba dejarse ver me cubría suavemente con su manto.

A través de la poca visión que aún me quedaba, pude notar el último suspiro del sol al meterse entre las montañas, muy allá en el horizonte. Sonreí apenas, si antes los amaneceres me gustaban no podía quejarme de lo que mis ojos estaban viendo en estos momentos, era un hermoso ocaso, lleno de impresionantes colores naranjas, rosas y azules que se reflejaban en el fondo de mis pupilas.




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