La memoria indeleble

Capítulo 16. El paseo

La pregunta me había pillado por sorpresa y no supe que decir y por más que lo intenté, las palabras se negaban a salir de mi boca.
—No tienes que decir nada, Diego... Soy una tonta por imaginarme cosas...
—Sí, siento algo por ti —logré articular —. Siento que el mundo es feo y triste cuando tú no estás, siento que es siempre invierno cuando estás lejos y siento faltarme la respiración y mi corazón volverse loco cuando te tengo frente a mí y...y no sé que hacer.
—Puedes besarme —dijo con un hilo de voz.
Vi sus labios anhelantes, su respiración agitada alzar su pecho y sus pestañas tiritar de miedo y de deseo a un tiempo y acerqué mi rostro al suyo. Cuando mis labios rozaron los suyos creí estar soñando y presenciar la escena desde fuera de mi cuerpo, como si fuese otro el que recibía aquel beso y no yo. Pero no era así.
Aspiré muy hondo su aroma a azahar y cerré los ojos guardando aquel breve instante en lo más profundo de mi memoria.
Ella me miró y pude ver como sus mejillas adquirían un tono sonrosado. Me reflejé en sus pupilas y quise aullar de alegría, pero gracias a Dios me contuve a tiempo.
Beatriz entrelazó sus manos entre las mías y volvió a besarme y esta segunda vez fue infinitamente mejor que la primera.
El cielo se oscureció de repente y una fresca brisa agitó los cabellos de Beatriz. El aire olía a humedad y deduje que se estaba preparando una tormenta, pero ambos permanecimos abrazados sin prestar atención a lo que sucedía a nuestro alrededor. Tan solo cuando el cielo pareció desgarrarse sobre nuestras cabezas y unas gotas de agua del tamaño de canicas comenzaron a caer sobre nosotros volvimos a la realidad. Echamos a correr para guarecernos bajo la sombrilla de un merendero cercano, pero para cuando llegamos ya estábamos completamente empapados.
Reíamos. Reíamos de felicidad y también por el frío que nos hacían tiritar, pero nada nos importaba en ese mágico momento porque el mundo a nuestro alrededor no existía.
Un camarero solícito que no temía a la imprevista tormenta ni a la neumonía que podría pillar de seguir mojándose, se acercó a nosotros preguntándonos qué deseábamos tomar. Pedimos dos coca-colas y nos las sirvió con una agilidad casi felina mientras sorteaba los charcos que la lluvia se obstinaba en plantar en su camino. De aperitivo nos obsequió con un plato de aceitunas y otro de patatas fritas.
Le di las gracias y aboné la consumición dejándole una gruesa propina que alegró su semblante.
—Es un placer servir a dos jóvenes enamorados a quienes no les importa que los elementos se confabulen en su contra. El amor es el mejor paraguas, ¿no es verdad?
Reímos con su filosofía de andar por casa, asombrados de que aún quedase en el mundo personas como él. Una clase de personas que iluminaban el mundo con su sonrisa y que desgraciadamente estaban en peligro de extinción.
Cuando la tormenta amainó y se llevó sus lluvias y sus truenos hacia otro paisaje, aprovechamos para salir de debajo de nuestra sombrilla.
El sol se abría paso de nuevo entre las nubes regalándonos un espectáculo de brillos y destellos sobre las hojas húmedas de aquel repentino rocío y que más parecía la visión onírica de un sueño del que no queríamos despertar.
Llegamos junto al estanque del Retiro donde las barcas de remo volvían a surcar su superficie una vez alejada la tormenta. Miré a Beatriz y ella sonrió al leer mis pensamientos. Diez minutos más tarde surcábamos aquel océano en miniatura a fuerza de remos, bajo un sol que nos castigaba sin piedad pero que también secaba nuestras húmedas ropas.
Beatriz se recostó en la popa de la embarcación y su mano acarició la verdosa superficie del agua. Un par de peces bastante grandes huyeron en un remolino de agua y espuma. Recordé que se trataba de barbos al haberlo leído en alguna parte, unos barbos muy grandes.
—¿Qué crees que deben comer? —Me preguntó Beatriz, que había retirado su mano del agua con celeridad.
—Entre otras cosas los dedos de las incautas que se dedican a acariciar el agua —bromeé.
Ella volvió a introducir su mano en el agua y me salpicó a modo de venganza.
—¡Conque esas tenemos! —Exclamé, haciendo que el remo la salpicase.
—Deja los remos y siéntate a mi lado —me ordenó.
Obedecí tratando de mantener el equilibrio para no caer en aquellas aguas infestadas de peces del tamaño de gatos y de otras cosas menos gratas.
Me senté a su lado y ella apoyó su cabeza en mi pecho.
—Creo que hoy es el día más feliz de mi vida —dijo.
—El mío también —contesté.
—Lo que no sé es lo que haré mañana.
—¿A qué te refieres?
—No puedo volver al colegio y tampoco me atrevo a decírselo a mi padre...
—¿Por qué te expulsaron, Beatriz? —Le pregunté y supe que esta vez si que contestaría a mi pregunta.
—Fue por un chico —dijo, evitando mirarme.
—¿Estabas con él?... No tienes que contestar si no quieres —dije —. No es asunto mío lo que hayas podido hacer.
—Le golpeé cuando se sobrepasó conmigo. Le golpeé muy fuerte en sus...
—¿En las pelotas? —Exclamé.
—Sí, exacto y me expulsaron por pegar a un compañero, pero no dijeron nada por lo que él pretendía hacerme. La vida es injusta. Dijeron que hablarían con mi padre y estoy temiendo que se entere.
—Deberías hablar con él antes de que lo hagan tus profesoras —le aconsejé.
—Sí, lo sé. Será lo mejor, pero temo que se enfade.
—Tú no has tenido la culpa —le recordé —, tu padre no se enfadará...
—Tú no le conoces todavía, hay momentos, sobre todo cuando está cabreado, que llego a tener miedo.
Nunca me hubiera imaginado a don Anibal con ese tipo de carácter, pero su hija le conocía mucho mejor que yo.
—De todas formas, lo más conveniente es que se lo cuentes tú, si se entera por otros y ve que no le has dicho nada, entonces si se enfadará y con razón.
—Tienes razón, Diego. Lo haré en cuanto regresemos. Ahora vayamos hacía el puerto, mi grumete. Aún tenemos todo el día por delante.
El grumete se dejó el alma remando y también la piel de sus manos que más tarde me escocerían una barbaridad, pero lo hice con la obstinación de un esclavo, contento por agradar a su ama.
Una vez dejamos atracado el bote en el puerto con una maniobra digna de un almirante y sin apenas rozar los neumáticos que protegían la barca de los golpes, saltamos a tierra.
Para comer elegimos un restaurante que abría sus puertas frente a la Puerta de Alcalá. Rodeados de guiris que apenas chapurreaban el castellano, miramos el menú con las cabezas muy juntas y elegimos las viandas que en fotografía parecían suculentas, pero en la realidad no tanto.
Beatriz eligió una ensalada de la que comimos los dos y de segundo plato pedimos paella, que si bien no era el plato típico de Madrid, si lo era de España y también era el que más probaban todos los extranjeros a nuestro alrededor por lo que nos pareció bastante comestible.
Después de comer pedimos café para los dos y yo, haciéndome el machito, saqué del bolsillo de mi camisa el arrugado cigarrillo que me diera Carlos Sanabria días atrás.
—¿No sabía que fumases? —Dijo, Beatriz sorprendida.
—No lo hago, pero hoy es un día especial y quiero probar nuevas experiencias.
Pedí fuego a uno de los camareros y aspiré una larga calada, tal y como había visto hacer a Sanabria e imitando su estilo. Hay que reconocer que no lo hice mal del todo y ni siquiera tosí, cosa que me hubiera puesto en ridículo delante de Beatriz.
Ella me miraba divertida y en un momento dado me arrebató el cigarrillo y se lo llevó a los labios. Contemplé absorto como fumaba con total naturalidad y llegué a comprender que no era la primera vez que lo hacía.
—En el colegio de vez en cuando fumábamos algún cigarrillo entre todas —dijo, sonriendo.
—Eres una caja de sorpresas.
—No lo sabes bien —respondió.
Después de terminar de comer y ya que estábamos frente a la fachada del Museo del Prado, Beatriz me convenció para que entrásemos.
Caminamos cogidos de la mano a través de largas galerías repletas de lienzos de imponente tamaño e increíble minuciosidad en sus detalles. Vimos obras de Rubens, de Tiziano y de Zurbarán y Beatriz me llevó frente a su artista preferido que daba la casualidad de que también lo era mío, además de un colega: Diego de Velazquez.
—Siempre que llego a esta sala, se me acelera el corazón —dijo, Beatriz.
Teníamos frente a nosotros la obra maestra de Velazquez: Las Meninas y comprendí a la perfección lo que quería decir.
—Es una obra increíble —dijo ella —. Mi padre siempre me traía a esta misma sala para ver este cuadro que él adora. Recuerdo que siempre me decía que me fijase en los detalles, porque estos eran lo más importante del cuadro. Las expresiones en los rostros de los personajes, la libertad del trazo que insinúa más que representa fielmente lo que se ve y la luz que envuelve la obra y que le da su especial carácter. Decía que era un cuadro mágico, pues se trataba de un talismán y que tenía varias lecturas ocultas.
Al escucharle decir esto, vino a mi mente el libro de mi padre, la memoria indeleble y su, también lectura oculta y entonces recordé que había dejado el libro en mi habitación, sin acordarme de ocultarlo. De todas formas, la traducción que doña Estrella me había entregado la tenía en su poder mi patrón y esa era en realidad la que me interesaba leer, porque en ella se describía lo que de verdad mi padre trató de decir.
Me recordé leer esa copia en cuanto dispusiera de un momento y así, salir de dudas.
Beatriz me arrastró por todas las salas y galerías del museo y mi vista se habituó a ver tanta pintura y tanto color que al cabo de un rato no presté atención a los cuadros. Lo que si llegué a ver y que hizo que un escalofrío recorriese mi espalda, fue la figura de un hombre que no apartaba la vista de nosotros. Era un hombre moreno, alto y fornido y que debería rondar por los cuarenta años. Sus ojos oscuros clavados en nosotros y su extraña expresión, algo así como de ira contenida, fue lo que provocó que desease salir de ese lugar de inmediato.
Tomé a Beatriz del brazo y me encaminé hacía la salida.
—¿A dónde vas? —Me preguntó —. Aún nos queda por ver a Goya y no está en esa dirección.
—Hay alguien que nos sigue —le dije con un susurro e hice un gesto en dirección a él.
Beatriz le observó de refilón para que no se diese cuenta de que habíamos advertido su presencia y luego se volvió hacía mí.
—¡Dios mío, Diego! Tiene pinta de asesino.
—No creo que esté aquí empapándose de cultura —dije, mientras tiraba de ella hacia la salida más próxima.
Salimos frente a la entrada del Jardín Botánico y donde una estatua que representaba al pintor Bartolome Esteban de Murillo, nos observaba con abúlica expresión.
Por el rabillo del ojo pude comprobar como aquel hombre se abría paso entre la gente que abarrotaba la plaza y se dirigía en dirección nuestra, ya sin importarle que descubriéramos sus intenciones.
Agarré con fuerza la mano de Beatriz y le dije al oído:
—A la de tres vamos a salir corriendo, no te sueltes de mí...Uno...dos...




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