La memoria indeleble

Capítulo 26. El mal que acecha

No recuerdo como regresé a mi habitación y no recuerdo como me acosté en la cama junto a mi padre, que aún seguía durmiendo ajeno a lo sucedido. Lo que sí recuerdo fue lo que sentí nada más despertar a la mañana siguiente. Sentí un odio infinito hacia aquellos que me obligaban a tomar una decisión para la cual me veía incapaz y sentí asco hacia mi mismo pues había tomado una decisión, aunque aún no lo supiera.
Para mí era impensable abandonar a Beatriz y por eso había decidido sacrificar a mi propio padre.
Cuando me desperté mi padre ya estaba en pie, vestido y fumando un cigarrillo.
—¿Has dormido bien? No te habrán molestado mis ronquidos, ¿verdad?
—He dormido bien, más o menos...
—Anda, bajemos a desayunar.
Accedí, tratando de parecer normal, aunque en mi cabeza solo había un único pensamiento: Traidor.
Después de lavarme en el cuarto de baño y de vestirme, acompañé a mi padre hasta un bar cercano donde nos sentamos frente a una mesa. Pedimos dos cafés y unos crujientes y recién hechos croissant cuyo olor podría haber resucitado a un muerto, pero a mi nada en el mundo era capaz de sacarme de ese pozo de intrigas y decisiones que no me atrevía a tomar.
Con disimulo y mientras mi padre ojeaba el periódico del día, saqué el papel que la noche anterior me diera Carlos Sanabria y en el que se especificaban las instrucciones que debía seguir para entregar a mi padre a mi abuelo.
En el papel había escrita una dirección y una hora y nada más.
«Calle Mesón de Paredes, número 7. A las 17:00 horas.» 
Conocía la calle, quedaba en el barrio de Lavapiés. Lo que no sabía era cómo me las iba a ingeniar para acudir allí con mi padre. 
—¿Sucede algo, Diego? —Me preguntó, levantando la vista del periódico —. Estás muy callado hoy. 
Iba a contestarle que no sucedía nada, que me encontraba bien y que solo estaba algo cansado, cuando me vi contándole toda la verdad sin omitir nada. De todas formas él lo habría sabido en cuanto fuésemos a casa de don Anibal y no encontrase a nadie en el domicilio, pues estaba seguro de que no estaban allí. 
—Tranquilízate, Diego —me dijo, tomándome de la mano —. Estoy orgulloso de ti. Te has convertido en el hijo que siempre había soñado tener. No te sientas culpable, no tendrás que tomar ninguna decisión. 
No entendí muy bien a qué se refería y se lo pregunté. 
—Muy sencillo. Vas a hacer lo que te piden que hagas. 
—Pero es una trampa, te matarán. 
—No ahora que estoy advertido. Seguiremos su juego y veremos que ocurre. Antes de nada vamos a comprobar que lo que te han dicho es cierto. Si Anibal y Beatriz no están en su domicilio sabremos que no mienten. 
Salimos del bar y nos dirigimos hasta el portal de la casa de mi patrón. Después de pulsar el timbre del telefonillo durante unos cinco minutos, supimos que aquella gente no mentía. 
Fue en ese momento cuando mi padre sacó un manojo de llaves del bolsillo de su pantalón y procedió a abrir la puerta del portal. 
—Anibal me entregó anoche un juego de llaves para que pudiésemos entrar en cualquier momento —aclaró mi padre —. Entremos, hay algo que necesito tomar prestado. 
Subimos por la angosta escalera de caracol hasta la primera planta y yo, aún en aquel momento, esperaba encontrarme con don Anibal y con Beatriz que saldrían a recibirnos. Quizás, pensaba, aún dormían y por eso no habían escuchado el timbre de la calle. Pero la vivienda se hallaba vacía por completo. 
Mi padre se dirigió entonces hasta el dormitorio de su amigo y yo me quedé a solas en el salón de aquella casa silenciosa a la que le faltaba la vida. 
—Ya tengo lo que buscaba, podemos irnos —dijo mi padre. Traía un envoltorio en sus manos, algo que evitó mostrarme. 
—Es la pistola de don Anibal, ¿verdad? —Le pregunté, adivinando por su forma aquello que escondía a mi vista. 
—Sí —contestó mi padre sin darle mayor importancia. Acto seguido abrió la puerta de la calle, invitándome a salir. 
—Iremos a ver a Braulio —dijo —. Él podrá ayudarnos. 
Yo no estaba tan seguro de ello. Recordé las últimas palabras que Carlos Sanabria me había dicho anoche en referencia al asesino de mi madre, antes de esfumarse en la noche a la cual estaba tan acostumbrado: «Pregúntale a tu padre, él lo sabe perfectamente.»
¿Quién mató a mamá? 
La pregunta pilló a mí padre desarmado y tan solo atinó a mirarme fijamente a los ojos. 
—Fue tu abuelo, ya te lo dije. 
—¿Mi abuelo? No me imagino a una persona de noventa años perpretando un crimen. Debió contar con la ayuda de alguien. 
—Quizás fue el mismo Carlos Sanabria. 
—Él me dijo que tú sabías perfectamente de quién se trataba. ¿Es eso cierto? ¿Lo sabes? 
—Tengo la sospecha de saber quién fue... 
—¿Me lo dirás? 
Mi padre asintió. 
—Siempre he sospechado que se trataba de esa persona, aunque nunca he tenido pruebas en contra de ella. Se trata de una persona muy inteligente y desprovista de toda compasión. Una persona egoísta y avariciosa y que un día fue alguien muy especial para mí. Me estoy refiriendo a Estrella Durán.
Era el último nombre que esperaba escuchar. Todo este tiempo había pensado y también hay que decirlo, esperado, que se tratase de Braulio Gallardo. Pero era auténtico aquello de cría fama y échate a dormir, que el refranero popular, tan sabio siempre, daba por adjudicado. Braulio tenía todas las papeletas para haber sido el asesino de esta historia y por el contrario, la persona de quien menos sospechaba se transformaba, por así decirlo, en el verdadero monstruo de este cuento. Lo malo del asunto era que no se trataba de ningún cuento. 
—¿Estrella Durán? ¡Pero eso es imposible! —Negué. 
—¿Por qué? ¿Porque se trata de una mujer? —Preguntó a su vez mi padre —. Con el tiempo he llegado a darme cuenta que en cuestión de maldades y de otras muchas cosas, las mujeres se equiparan con los hombres sin distinción alguna. Incluso a veces suelen ser mejores asesinas que nosotros, los hombres. Ellas son más inteligentes, más pacientes y por supuesto, más retorcidas. 
—Pero doña Estrella no pudo hacerlo —volví a negar —. Ella tampoco es una jovencita que digamos. Además, qué motivo podía tener... 
—Tu madre murió envenenada y eso cualquiera podría hacerlo a pesar de su edad. Incluso podría haber sido tu propio abuelo, aunque tengo motivos para pensar que no fue él. En cuanto al motivo, solo hay uno, Diego. Los celos. 
En ese momento le creí. Doña Estrella había estado enamorada de mi padre, ella misma lo confesó durante la reunión que tuvimos en su casa. Quizás veía en mi madre a una competidora. 
—Siempre supe que Estrella sentía algo por mí, pero yo nunca le di motivos para ello —continuó, mi padre —. A veces se insinuaba de tal forma que yo me veía obligado a recordarle que a quien amaba era a tu madre. Entonces, encolerizada, me recordaba que era gracias a ella lo que había logrado llegar a ser. «Sin mí no serías nadie, Rodrigo.» Me decía. En esos momentos la veía tal y como es en la realidad. Un ser egoísta y despiadado, capaz de cualquier cosa con tal de obtener todos y cada uno de sus deseos. 
—Según nos contó, ella solo pensaba en tu bienestar. 
—¿Mi bienestar? Fue ella la que me delató a la policía, aunque no imaginaba que Braulio y yo seguíamos siendo amigos y que él me ayudase en vez de traicionarme. Fue su odio lo que la impulsó a hacerlo y también sé que tu fue abuelo el que la envenenó con sus ideas acerca de mí. El siempre deseó verme muerto y aprovechó las circunstancias. 
—Doña Estrella nos explicó que ella solo pretendía darte un susto para que dejases de escribir esas historias. 
—Mis historias siempre han sido inofensivas. Fueron ellos los que decidieron que se trataba de algo ofensivo y en aquellos tiempos, cualquier rumor se transformaba en una certeza. Había una caza de brujas y todo lo que oliera a libertad, a fraternidad entre hermanos y a soñar con algo distinto a lo que teníamos, se veía con malos ojos... Llegaron a acusarme de hereje y de haber hecho un pacto con el diablo, cuando yo lo único que pretendía era decirle a la gente que soñar era algo maravilloso y que Dios, ese Dios en el que decían que no creía, era un Dios de luz y de amor, no el dios terrorífico, ensangrentado y martirizado que cuelgan en las Iglesias y que no tiene otro objetivo que atemorizarnos. 
—Yo siempre he pensado que la imagen de un Dios sonriente y rodeado de niños sería algo mucho más enternecedor que un Dios torturado —reconocí. 
—Hay mucha gente que empieza a pensar así y otra que no tanto. Estrella es de esta última clase. Cuando al final comprendió que yo no estaba dispuesto a abandonar a tu madre para estar con ella y prescindí de los servicios de su editorial, terminó por odiarme y ese odio es lo que nos ha traído hasta aquí.
—¿Braulio Gallardo sabe que fue ella? —Le pregunté a mi padre. 
—Braulio lo sospecha. Yo le puse en antecedentes hace tiempo, pero no tiene pruebas para inculparla. Estrella es una mujer muy astuta y no es fácil conseguir algo que la incrimine. Por eso he de ir esta tarde a esa cita, aunque sea una trampa. Pero no te preocupes, no iremos solos. 
Braulio Gallardo no se encontraba en su domicilio. Mi padre llamó a su casa desde el teléfono de un bar y nadie respondió a la llamada. Luego probó con el teléfono de su oficina. 
—El señor Gallardo no se encuentra en estos momentos. Dígame cuál es su nombre y le notificaré su llamada en cuanto regrese —contestó su secretaria. 
—Dígale que ha llamado Diego Peralta y dígale también que es muy urgente. 
Mi padre me guiñó un ojo al escucharle decir mi nombre. Comprendí porque lo hacía. Nadie conocía que él seguía vivo y era mucho mejor que siguieran pensándolo así. 
—Se lo diré, señor Peralta. 
—Muchas gracias —dijo, y colgó. 
—¿Qué haremos si no localizamos a Gallardo? —Pregunté. 
—No lo sé. No nos quedará más remedio que ir nosotros solos. 
En ese momento recordé a alguien que podría sernos muy útil y así se lo dije a mi padre. 
—¿Roberto Gálvez? —Dijo, él y una sonrisa iluminó su rostro —. Roberto y yo fuimos grandes amigos de jóvenes. Hace una eternidad que no le veo. ¿Sabes su dirección? 
—No, pero sé donde encontrar su teléfono.




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