La memoria indeleble

Capítulo 23. Reencuentro

Mi padre me guió hacia un rincón del descansillo y señaló una trampilla en el techo.
—Saldremos por ahí.
—¿Por el tejado?
—Efectivamente.
Abrió la trampilla con facilidad y colocó juntas sus manos para que me pudiese aupar hasta el borde del hueco que había en el techo. De un empujón me alzó y yo trepé logrando salir al tejado de la vivienda. Luego, desde arriba ayudé a mi padre a subir tomando su brazo y tirando de él con todas mis fuerzas.
Una vez en el tejado le seguí hasta el borde de la azotea. Él se inclinó para mirar hacia abajo y luego me miró con cierta preocupación.
—Hay que saltar un buen trecho. ¿Te ves capaz?
Asentí sin dudarlo. Por él hubiera saltado el doble de distancia si me lo hubiera pedido.
—Ese es mi chico —dijo y yo me sentí en ese momento el hombre más orgulloso del mundo —. A la de tres y no te lo pienses mucho... Uno... Dos... 
Tres. Salté con todas mis fuerzas y aterricé en el tejado del edificio colindante. Mi padre me siguió después y pude darme cuenta de que, a pesar de su edad, se hallaba en bastante buena forma. 
Seguí a mi padre hasta una garita que se alzaba en medio del tejado y esperé a que abriese la puerta. Parecía tener bien estudiado este plan de escape porque contaba incluso con una llave de aquella puerta.
Bajamos la escalera de prisa y antes de salir a la calle, mi padre echó un vistazo desde la seguridad del portal contiguo. El coche de nuestros visitantes se encontraba aún donde lo dejaron aparcado, pero a ellos no se les veía por ninguna parte. 
—Salgamos.
Caminando deprisa nos perdimos calle abajo y pronto llegamos junto a la verja del parque del Retiro. Entramos en los jardines y a buen paso llegamos junto al paseo de carruajes. Por lo que advertí mi padre tenía pensado atravesar todo el parque para salir por la puerta más cercana a la plaza de Carlos V, más comúnmente llamada la glorieta de Atocha. 
—¿Dónde vamos? —Le pregunté en un momento dado. 
—A un lugar donde estaremos seguros por el momento —dijo, enigmáticamente. 
Bajamos por la cuesta de Claudio Mollano junto a los puestos donde se vendían todo tipo de libros y que a esas horas de la tarde estaban cerrados y llegamos a la citada glorieta de Atocha. Desde allí mi padre tomó rumbo hacia la Puerta del Sol subiendo la cuesta de la calle Atocha. El calor y los nervios acumulados me hicieron sudar de lo lindo, pero en ningún momento me quejé. Al llegar a la famosa Puerta del Sol, donde cada Navidad se celebraban las campanadas de fin de año, seguimos en dirección a la Plaza Mayor. Me había hecho una idea de a donde me llevaba mi padre y al cruzar la plaza en dirección hacia la calle Toledo, comprobé que no había errado en mis suposiciones. 
—Don Anibal se llevará una alegría al verte —dije. 
—Yo también me alegraré de verle a él.
La libreria El despertar estaba cerrada por lo que pulsé el botón del telefonillo del portal y esperé. Fue Beatriz la que acudió a abrir la puerta. Al vernos su expresión de sorpresa se trocó por otra de felicidad. 
—Beatriz —dije —, te presento a Rodrigo Peralta, mi padre.

                                                                             ***

—No esperaba volver a verte, amigo mío —dijo el librero después de un intenso abrazo con el que sellaron su reencuentro. 
—Ni yo a ti, Anibal. 
—¿Dónde has estado todo este tiempo? 
—Por aquí y por allá. Siempre sin descanso y temiendo que me encontrasen. Al final lo han hecho o eso parece. 
—Aquí estarás a salvo. 
—No, viejo amigo, mientras Jaime siga vivo nunca estaré a salvo en ninguna parte. Ni tú, ni tu hija tampoco. Debéis marcharos durante un tiempo, yo ya os he comprometido demasiado. 
—¿Y a dónde podría ir, Rodrigo? Uno ya es demasiado viejo para salir huyendo. Si vienen, les esperaré. Nunca he sido un cobarde... 
—Esa gente no se anda con remilgos, Anibal. Mataron a Julián y también lo intentaron con Estrella. El siguiente podrías ser tú. 
—Eso ya lo sé, por eso he tomado precauciones. Le pedí a Braulio que me consiguiera un arma y esta mañana me la ha entregado. La tengo ahí, en ese cajón. 
—¿Y serías capaz de usarla? 
—Ya lo creo, amigo mío. Tan solo espero no tener que hacerlo. 
—Sigues siendo el mismo que cuando eramos niños, Anibal. Siempre nos arrastrabas a tus locas aventuras... 

—Y bien que os gustaba a vosotros. Nunca pusisteis ningún reparo a eso que tú llamas, mis locas aventuras.

—Eso también es verdad —concedió mi padre, riendo. Luego cambiando de tema, dijo—. Tienes toda una preciosa mujercita. Se parece muchísimo a su madre... Gracias a Dios... 
Miré a Beatriz y vi como se sonrojaba. Yo por mi parte tragué saliva. 
—Pues tu chaval es todo un fenómeno. 
—Lo sé —confirmó mi padre volviendo la vista hacia mí —. Ha salido a mí. 
Se rieron con ganas a costa nuestra durante un buen rato y la pesadilla que nos atormentaba pareció quedar olvidada. Luego la seriedad se impuso de nuevo. 
—A Braulio le gustaría verte de nuevo —dijo mi patrón —. Se ha jugado mucho para ayudarte durante todo este tiempo. 
—Iré a verle. 
—Esa es una buena idea. Si hay alguien que pueda ayudarte, sin duda es él. 
—Lo sé. Siempre lo ha hecho. 
—Siempre fue tu mejor amigo desde críos. Siempre te seguía como si fueses lo más grande que había en el mundo para él. Te quería como al hermano que nunca tuvo. 
—Me salvó la vida, ¿sabes? Aquella mañana, en aquel bosque arriesgó mucho. Habían firmado mi sentencia de muerte y no hubiera dado por mí ni un céntimo. Braulio me dejó marchar. 
—Sentí mucho la muerte de Clara —dijo el librero. 
—La asesinaron y no pude hacer nada por impedirlo. 
—¿Qué hubieras podido hacer? 
—Podría haber intentado hacer algo... 
—Y estarías muerto. Lo sabes bien. 
—A veces he lamentado no estar muerto. Todo ese odio me ha consumido, Anibal. Me gustaría que todo terminase al fin. Poder vivir una vida de verdad, con mi hijo, con mis amigos. 
—Algún día lo lograrás, Rodrigo. 
—Eso espero, amigo mío, eso espero. 
Don Anibal acondicionó el pequeño salón de su casa para que tanto mi padre como yo pasásemos allí la noche. Un par de mantas en el suelo nos sirvieron de colchón. Además la noche era calurosa por lo que no necesitamos nada más.
Después de darle las buenas noches a mi patrón y de despedirme de Beatriz, me acosté junto a mi padre. Aún me parecía imposible tenerle a mi lado. 
—¿Qué proyectos tienes para el futuro, Diego? —Me preguntó mi padre antes de que llegaste a conciliar el sueño. 
Dudé un instante. Nunca me había planteado en serio aquella pregunta. Quizás era muy joven aún para preocuparme por ello. 
—Me gustaría ser escritor, como tú —respondí con lo primero que se me pasó por la cabeza. 
—No es una vida fácil. La mayoría de los escritores nunca llegan a triunfar. Muchos se quedan a mitad de camino. 
—Lo sé —dije. 
—Además, ser un verdadero escritor no significa escribir entretenidas novelas como todo el mundo piensa. Es mucho más que eso. Es sentir en tu alma esos personajes que crees crear. Es emocionarte con sus miedos, sus soledades y sus locuras. Es ver a través de sus ojos. Es sufrir y también reír cuando se expresan a través de ti, casi como si fueran entes intangibles que utilizan tu cuerpo y tu mente para tomar forma. Es entristecerte cuando llegas al final de su andadura junto a ellos y añorarles cuando la novela termina. 
—Me gustaría sentir todo eso —dije. 
—Si solo sientes una décima parte de todo esto, entonces serás un buen novelista. 
—¿Y tú? ¿Qué piensas hacer tú cuando todo termine, papá? 
—Vivir, Diego. Vivir.
Un minuto después roncaba suavemente, tan tranquilo que nada en el mundo parecía poder alterar su sueño. 
Yo por mi parte no podía pegar ojo. Los nervios de ese día habían acabado por hacer mella en mí y supe que me iba a costar conciliar el sueño. Me levanté de mi improvisada cama y sin hacer ruido fui hasta la cocina para beber un vaso de agua. 
—¿Tampoco tú puedes dormir? 
La susurrante voz me había sobresaltado pero la reconocí de inmediato. 
—¡Don Anibal! No sabía que estuviera usted despierto —dije. 
—No podía dormir y he venido a beber algo. Hace calor ¿verdad? 
—Sí. 
—Demasiado calor para el tiempo en que estamos. 
—No creo que su insomnio se deba solamente al calor, ¿verdad? —Aventuré. 
—Estás en lo cierto, muchacho. Hay otros factores añadidos. 
—¿Está usted preocupado? 
—¿Cómo no iba a estarlo? Alguien está tratando de matarnos a todos y no sé cómo va a acabar esto... Tengo miedo, Diego. Miedo por Beatriz, miedo por ti y por tu padre y miedo por mí... 
—Estamos seguros de saber quien está detrás de todo. Se trata de mi abuelo, el padre de mi madre. 
Don Anibal me escuchó con interés. Su sorpresa inicial se trocó por convencimiento. 
—Jaime nunca nos perdonó por la muerte de su hijo. Su odio ha debido de volverle loco. 
—Creo que intenta vengarse de todos ustedes, pero sobre todo de mi padre... Hemos de intentar detenerle, don Anibal, aunque no sé cómo... 
—Braulio es el único que puede ayudarnos, ¿lo sabe él? ¿Sabe que es tu abuelo quien está detrás de todo esto? 
—No, aún no —negué —. Lo primero que deberíamos hacer mañana es hablar con él. 
—Sé la dirección de su casa —dijo don Anibal —. Creo que debería acompañaros, así podré ver la cara que pone cuando vea a tu padre después de tanto tiempo. 
Como había dicho Beatriz, ella y su padre tenían alma de porteras.
—Creo que volveré a intentar dormir —continuó diciendo don Anibal. 
—Sí, yo también lo intentaré. Buenas noches. 
—Buenas noches, muchacho. 
Aún esperé un rato antes de volver a mi cama. Quería poner en orden mis pensamientos y sobretodo mis sentimientos. Reencontrar a un padre al que nunca has visto o por lo menos del que no tienes ningún recuerdo no es algo que pueda asimilarse con facilidad y mucho menos cuando uno ya se ha hecho a la idea de no volver a verlo. 
Regresé junto a mi padre que seguía roncando plácidamente y me acosté a su lado. 
Mañana buscaríamos la ayuda de la única persona que podía ayudarnos. Alguien en quien no sabía aún si podía confiar.




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