Al Otro Lado - Aol 1

45. La Misma Historia

Bajó las escaleras y vaciló un momento. A la derecha. La cocina estaba a la derecha. A la izquierda estaba la sala, y Stu quería ir a la cocina a servirse un café. A pesar de estar ya en verano, el clima era más inestable que nunca. La temperatura se negaba a subir, y en ese preciso momento diluviaba. Se detuvo tazón en mano a mirar por las ventanas de la amplia cocina comedor.

Los árboles se erguían silenciosos y obstinados en la lluvia. Rodeaban la casa en un apretado cordón de tres filas, altos, añosos, de copas perennes y sanas. Lo aislaban del trajín y el ruido de la calle, ocultaban las casas vecinas. Bien podía imaginar que se hallaba solo en medio de un bosque, y con sólo hacer cincuenta metros volvía a hundirse de la ciudad. Se trataba de un barrio residencial bastante tranquilo, clase media acomodada, a sólo quince minutos de la bahía.

Abrió el refrigerador para cerciorarse de que no le faltaba nada para el fin de semana. Ya había revisado el dormitorio de las niñas, y acomodado sobre sus camas los regalos que les trajera de Europa. Ashley lo había ayudado a decorarlo, la única habitación de la casa que él había querido modificar. El resto seguía tal como cuando se la mostraran, el día antes de firmar el boleto y la hipoteca, una semana atrás. Le gustaban los interiores de madera y la decoración rústica, y sus muebles parecían haber sido fabricados a medida para esos ambientes.

Era una de las tres candidatas que C había escogido, de entre las más de veinte que él le había pedido que revisara. Mientras Slot Coin se acercaba a la fecha de cierre de la gira, en Londres, C había aceptado a regañadientes cumplir su parte del trato que hicieran en Madrid. Y sólo porque pensar en dónde iría a vivir él una semana después la distraía del pánico que la dominaba a la menor alusión a dónde estaría él en menos de un mes, que era llegando a Argentina con los Finnegan.

No le había dado su veredicto final hasta la víspera del último concierto. Había elegido tres casas, todas completamente distintas entre sí. Una casa junto al mar, de tres plantas, encalada, moderna, llena de ventanales sellados y ambientes amplios. Le había gustado porque estaba junto al mar y tenía mucha luz natural. Otra de sus elecciones era un piso en un edificio céntrico antiguo, restaurado a nuevo, de habitaciones altas y aireadas, paredes gruesas de ladrillos, un poco laberíntico aunque indudablemente cómodo y a cinco minutos de todo. Lo había ubicado en tercer lugar porque no tenía espacio al aire libre para que las niñas jugaran. Y en segundo lugar había ubicado la casa que Stu acabó escogiendo, en medio de ese montecillo artificial de coníferas, recubierta en madera, con tejado de tejuelas a dos aguas, habitaciones bajas y un hogar en la sala. Era la más cercana de las tres al colegio de las niñas.

Apenas aterrizado en San Francisco y alojado en el hotel de siempre, en un mediodía lluvioso e inclemente, se había reunido con su agente inmobiliario para ver personalmente las tres propiedades y tomar su decisión final. Y dos días después se concretaban simultáneamente la venta del hogar que compartiera con Jen por más de diez años y la compra de su nueva casa.

Organizó la mudanza de sus muebles, la decoración y modificaciones del dormitorio de sus hijas, y permaneció en el hotel hasta que la casa estuvo lista, en orden y en silencio. Sólo entonces consideró que había llegado el momento de tomar posesión de su nueva vivienda.

Había dejado de llover cuando estacionó la camioneta frente a la puerta de madera oscura, bajo un porche techado. Tan pronto se apeó, bolso en mano, sintió el viento cargado de olor a resina y polen de los árboles, y escuchó su rumor en las ramas como un oleaje lejano.

Respiró hondo, los ojos cerrados por un momento, las llaves colgando de su mano.

Resultaban un peso tan leve como cargado de significado. Eran lo que abriría oficialmente una nueva etapa de su vida. Una etapa que jamás había querido, a la que lo empujaran a puntapiés en los dientes, y que implicaba empezar a poner distancia con todo lo que jamás había querido que se transformara en su pasado.

Cruzar el umbral fue como todos los momentos realmente importantes de la vida: demasiado breve para registrar cuándo ocurrió.

Estaba fuera.

Un paso.

Estaba dentro.

Y la nueva etapa de su vida había comenzado.

Tras recorrer la casa sin prisa varias veces, tomándose su tiempo en cada habitación, llegó a la conclusión de que realmente le gustaba. Supo que se sentiría cómodo viviendo allí, y que llegaría el día en que sentiría que esa casa era su hogar.

 

 

Su reloj soltó una alarma intermitente.

Las tres.

Jen le llevaría las niñas en cualquier momento, aunque con esa lluvia tal vez se retrasaran. Terminaba el café cuando sonó su teléfono. Atendió sin necesidad de fijarse quién era. Sólo podía ser Jen.

—Hola, Stu. Sólo quería avisarte que llegaré un poco más tarde —le dijo, con ese acento cortés y distante que parecía capaz de clavarle cien puñales en el alma a cada palabra.




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